¿Hasta que punto somos dueños de
nuestra infelicidad? ¿Todo depende del cristal por el que miremos la vida o el
azar y la suerte determinan en gran parte nuestro destino emocional? Son preguntas que
uno se plantea viendo Olive Kitteridge, la nueva miniserie de HBO basada en el
Premio Pulitzer de Elizabeth Strout, una serie tan llena de grandes actores que
abruma, encabezados por una magnífica Frances McDormand.
Prácticamente todo es
exquisito en esta película, desde la interpretación de protagonistas y secundarios,
a la música y la cabecera, un cúmulo de imágenes evocadoras que repasan los
principales pilares de la vida de esta peculiar mujer en su pueblo pesquero de
Maine.
Olive Kitteridge es una profesora
hosca, brutalmente honesta y gruñona, casada con Henry (Richard Jenkins), propietario
de la farmacia del pueblo, y con un hijo, Christopher (interpretado por Devin
Druid de adolescente, el mismo que encarnó al joven Louie en la última
temporada de esta serie y por el actor de The Newsroom, John Gallagher Jr., de
mayor). Cuatro capítulos de una hora de duración sirven para contar los dramas que
protagonizan las vidas de una plétora de personajes, desde la década de los 70
hasta la época actual. Eso sí, la película arranca con un potente flash forward
que se nos irá explicando a lo largo de toda la miniserie.
Fuerte de carácter y dura en los
afectos, Olive es una esposa crítica y despreciativa para su marido, un hombre
bonachón que intenta ver su vida de la manera más amable posible. Un hombre de
comunidad, atento y respetuoso con sus vecinos que siempre trata de hacer lo
que se considera mejor desde el punto de vista moral. Sin embargo, su amargada mujer
lo trata como un felpudo y no comparte su visión optimista de la vida. Su hijo
Christopher también será el dardo de su lengua afilada, aunque a veces se
aliará con él para ridiculizar al cabeza de familia quien, tras la muerte de su
vieja asistente, contrata a una chica dulce y añiñada con la que pronto inicia
una relación especial. La ‘ratona’, como Olive la llama, es la infantil Denise (Zoe Kazan),
quien queda viuda prematuramente tras un tonto accidente de caza, lo que disparará
los afectos y cuidados de Henry. Esto alimentará el desagrado de Olive, una mujer con un
carácter forjado por la pérdida y que desprecia a todos los débiles de su alrededor.
Pronto descubrimos que la
profesora está enamorada de un compañero de trabajo (Peter Mullan) con quien
comparte intelectualidad, desencanto vital y una personalidad
depresiva. Precisamente la depresión y la salud mental son cuestiones
recurrentes en esta película. Por un lado, Olive menciona en múltiples
ocasiones que su padre sufrió de depresión hasta que terminó por pegarse un
tiro y que ella misma ha heredado su problema; y por otro, algunos personajes
secundarios también viven inmersos en una oscuridad terrible de la que son incapaces
de liberarse. En el primer episodio conocemos la historia de Rachel Coulson (quien
también acaba suicidándose) y su hijo (de la misma edad que Christopher), un
joven que ya de niño sufre alucinaciones en silencio, que se agravan tras la
muerte de su inestable progenitora.
En cierto modo la historia refleja cómo
la cuestión de la enfermedad mental ha ido evolucionando, dejando de ser un
estigma para ser una patología tratable. Mientras que Olive es enemiga de los
psicólogos, su hijo y su segunda mujer no tendrán problema en echar mano de la
terapia para hacer frente tanto a su pasado como a su día a día. Eso sí, en el
caso de Christopher, son sus propias vivencias y la relación con su madre el
objeto de su infelicidad e insatisfacción adulta, no una enfermedad heredada
que sufre desde niño, como ocurre con el joven Coulson, quien regresará al
pueblo de mayor y a quien Olive ayuda a abandonar la idea de acabar con su vida
(de nuevo el tema de las tendencias suicidas).
Es inevitable preguntarse hasta
qué punto el escenario donde se desarrollan todas estas historias contribuye a
aumentar la tristeza, melancolía, soledad e insatisfacción de sus habitantes,
un pueblo frío y duro en invierno pero bucólico e inspirador durante el resto
del año. Maine es un destino recurrente en la ficción norteamericana, con sus
frías aguas y sus imponentes bosques junto al mar. De hecho son estos a donde una
avejentada Olive peregrina cada día junto a su perro, una vez que Henry, al que
nunca llega a abandonar, enferma y queda confinado en un triste geriátrico.
En este solitario ocaso de su
vida, Olive, quien persiste en sus rudos modos, sus gestos y comentarios
despectivos con su hijo y su segunda mujer, se mostrará más cercana y atenta
con su marido, sobre todo a raíz de su fulminante infarto. Por fin vemos profesar algo de amor a su devoto esposo, a quien durante muchos años
despreció por su falta de carácter y debilidad. Eso sí, aunque durante años él
también fijó sus ojos en otra persona, siempre permaneció al lado de Olive,
quien sabía de sus sentimientos, igual que él de los que ella sentía hacia su
compañero, quien una noche acaba estrellándose borracho contra un árbol con su
coche. ¿Estaba ella dispuesta a irse con él antes del fatídico suceso? Nunca lo
sabremos, lo que sí se sabe es que ambos protagonistas nunca estuvieron
convencidos de que con otra persona pudieran ser más felices. ¿Cobardía o
resignación? ¿Falta de arrojo o conformismo? ¿O es más bien la creencia de que
pase lo que pase y hagamos lo que hagamos en este mundo nada le dará sentido a
nuestra confusa existencia?
En una tierna escena final, Olive se sincera con Jack, otro viejo viudo y enemistado con su hija (interpretado
por Bill Murray), y le confiesa que no quiere abandonar este mundo que tanto
la desconcierta, pese a que hace nada estaba decidida a poner fin a su malograda existencia.
Aunque pueda no parecerlo, Olive
Kitteridge, pese a ser un relato deprimente y demoledor, también está plagado
de humor negro, que arranca carcajadas y alivia la carga dramática de la
historia. La escena del hospital, la muerte del marido y después del gato de Denise,
la boda de Christopher, la relación de Olive con los niños (que parecen verla como
una bruja o una vieja loca cascarrabias) y la inesperada relación
que fragua al final con el personaje de Murray, son algunos
ejemplos de comicidad que acompañan esta triste historia de una mujer, como
habrá muchas, que se resigna al cambio y a quien le pesan toda su vida las
decisiones tomadas, todo ello sumado a su férrea educación y a la antigua cultura
del sacrificio y el sufrimiento no compartido.
Merece especial atención un detalle sutil, la
peculiar relación que Olive Kitteridge entabla a lo largo de todo el metraje con las flores, especialmente
las que cultiva en su jardín, quizás el único atisbo de belleza y luminosidad en su
espartana vida.
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