Mad Men ha regresado con los últimos episodios de su séptima temporada y más vale que vayáis a verlo con memoria histórica, porque aquí no hay previously on que valga. Aquí nuestra crítica:
Puede que los tiempos hayan cambiado —los inicios de los años 70 pegan con fuerza, como podemos ver hasta en el color de la imagen— pero mientras la mayoría de los personajes abrazan nuevas inquietudes, aventuras, o simplemente nuevas modas —manos arriba por el shock ante el mostacho de Roger— solo hay uno de ellos que permanece anclado en el pasado: Don Draper. Un traje a medida, un peinado clásico y un cigarrillo en la mano son las únicas armas que le defienden en su batalla por encontrar el sentido de la vida, e inmerso de nuevo en un universo de posibilidades —se ha divorciado de Megan y ha regresado, esta vez oficialmente, a las faldas—, su mente acude una y otra vez a sus principales interrogantes. ¿Eso es todo lo que hay? (Is that all there is?), se pregunta formulando un eslogan para una campaña de peletería; una pregunta que sería igualmente válida para cualquiera de sus acciones cotidianas, pero que cobra una nueva dimensión cuando se enfrenta ante su trabajo creativo y ante una bella mujer, los dos motores principales de su vida.
No conocimos —salvo flashbacks— realmente a Don antes de ser Don, ese hombre casado que tenía innumerables aventuras extra conyugales que no le importaban lo más mínimo; simples escarceos y líos de faldas que eran la vía de escape del publicista, con ninguna intención más allá de la de pasar por el catre. Teorizando, creo que no es casualidad que Severance haya rescatado a Rachel Menken —recordemos: aquella empresaria de la primera temporada que después se mudó a Charming—, probablemente la primera mujer por la que Don sintió algo más y que le enseñó a querer algo más, y que reaparece con fuerza precisamente en este episodio en el que el publicista se encuentra en una situación de extrema soledad después de su divorcio y de su situación familiar. Una soledad de la que ninguna mujer —ni Rachel— le puede sacar... puede que porque de momento no haya encontrado a la correcta; o puede, e imagino que tarde o temprano llegará a ello, porque no se trata de ninguna mujer sino de él mismo.
Una conversación con Joan relacionada con medias y tiendas, y conocer a una camarera que se le da un aire —pero que no se le parece en nada, por mucho que apreciemos a Elizabeth Reeser— le trae a la memoria el recuerdo de Rachel, y su sorpresa es mayúscula cuando descubre que ésta ha muerto de leucemia y que todo lo que ha significado para él ha desaparecido para siempre. Y ahora le queda esperar, sentado en la barra de un diner cualquiera, a que su vida cobre sentido mientras confunde las intenciones de una camarera que posiblemente entendió que una propina de 100 dólares era para algo más. ¿Tomará alguna decisión para encauzar su destino o veremos a Don abrazar la depresión otra vez?
Por otro lado tenemos a Ken Cosgrove, a quien necesariamente no le tenían que haber dado tanto protagonismo —y más que veremos en los próximos episodios, imagino— pero cuya participación ha servido como enlace para explicar la política de la agencia después de la compra por McCann y ponernos en contexto, que bien hacía falta. Mad Men puede ser una de las series mejor escritas, pero una de las más complicadas de ver por la escasez de facilidades que le da al espectador. Esto es así.
Todos los socios sacaron tajada de aquella venta, pero al mismo tiempo todos tienen razones para arrepentirse, y en mitad de todos ellos está Ken, quien con el paso de los años se ha convertido en un monstruo ambicioso debido a las circunstancias, ya que no siempre fue así. Su mujer quiere que se retire y se dedique a la escritura, y Roger le ofrece un importante finiquito cuando McCann quiere que no trabaje con ellos por problemas en el pasado —ya lo hizo años atrás, recordemos—, pero Ken decide escoger el camino que le han enseñado a vivir: el de la ambición y la venganza; y a partir de ahora será un cliente de la agencia, dispuesto a hacerles la vida imposible. Un cambio agradable desde el punto de vista narrativo, pero que a estas alturas de la película no promete demasiado.
No obstante, no todo ha cambiado: los años 70 siguen siendo machistas y sexistas —muchos argüirían que lo siguen siendo a día de hoy— y a nuestras dos protagonistas les está pasando factura. Joan y Peggy son dos mujeres muy diferentes: rivales y amigas a partes iguales, ahora trabajan codo a codo para sacar adelante las cuentas de la agencia. Pero hay una diferencia fundamental entre ellas: Peggy ya ha pasado por el aro y sabe lo que le espera ahí fuera; ha sufrido los efectos del sexismo en el desarrollo de su carrera profesional y eso le ha cambiado totalmente, de modo que poco queda ahora de aquella insegura secretaria que entró años atrás en los despachos de la agencia. Por otro lado, Joan, ahora socia y alejada de las máquinas de escribir, observa con repugnancia cómo las aptitudes que le sirvieron para labrarse una imagen dentro de la agencia —es decir, ser ella misma— de poco le valen para ser tomada en serio fuera de ella.
Peggy comete el error de señalar la naturalidad de Joan como la culpa de que los hombres le traten como un objeto —Peggy también ha sido, en cierto sentido, víctima de su propio sexismo— y Joan le acusa de no ser lo suficientemente atractiva como para recibir el mismo trato. Las dos son, en definitiva, como podemos esperar de ellas. No obstante, mientras Peggy cambió y se amoldó a lo que las circunstancias requerían —lo que no significa que se rindiera ante el género opuesto, sino que más bien consiguió vencer las barreras de otra forma— Joan decide no cambiar, y en su lugar visita los almacenes en los que trabajaba, y a los que regresó hace unas temporadas, para gastar su nueva fortuna en prendas que seguirán permitiendo que sea quien es: ella misma.
Todos los socios sacaron tajada de aquella venta, pero al mismo tiempo todos tienen razones para arrepentirse, y en mitad de todos ellos está Ken, quien con el paso de los años se ha convertido en un monstruo ambicioso debido a las circunstancias, ya que no siempre fue así. Su mujer quiere que se retire y se dedique a la escritura, y Roger le ofrece un importante finiquito cuando McCann quiere que no trabaje con ellos por problemas en el pasado —ya lo hizo años atrás, recordemos—, pero Ken decide escoger el camino que le han enseñado a vivir: el de la ambición y la venganza; y a partir de ahora será un cliente de la agencia, dispuesto a hacerles la vida imposible. Un cambio agradable desde el punto de vista narrativo, pero que a estas alturas de la película no promete demasiado.
No obstante, no todo ha cambiado: los años 70 siguen siendo machistas y sexistas —muchos argüirían que lo siguen siendo a día de hoy— y a nuestras dos protagonistas les está pasando factura. Joan y Peggy son dos mujeres muy diferentes: rivales y amigas a partes iguales, ahora trabajan codo a codo para sacar adelante las cuentas de la agencia. Pero hay una diferencia fundamental entre ellas: Peggy ya ha pasado por el aro y sabe lo que le espera ahí fuera; ha sufrido los efectos del sexismo en el desarrollo de su carrera profesional y eso le ha cambiado totalmente, de modo que poco queda ahora de aquella insegura secretaria que entró años atrás en los despachos de la agencia. Por otro lado, Joan, ahora socia y alejada de las máquinas de escribir, observa con repugnancia cómo las aptitudes que le sirvieron para labrarse una imagen dentro de la agencia —es decir, ser ella misma— de poco le valen para ser tomada en serio fuera de ella.
Peggy comete el error de señalar la naturalidad de Joan como la culpa de que los hombres le traten como un objeto —Peggy también ha sido, en cierto sentido, víctima de su propio sexismo— y Joan le acusa de no ser lo suficientemente atractiva como para recibir el mismo trato. Las dos son, en definitiva, como podemos esperar de ellas. No obstante, mientras Peggy cambió y se amoldó a lo que las circunstancias requerían —lo que no significa que se rindiera ante el género opuesto, sino que más bien consiguió vencer las barreras de otra forma— Joan decide no cambiar, y en su lugar visita los almacenes en los que trabajaba, y a los que regresó hace unas temporadas, para gastar su nueva fortuna en prendas que seguirán permitiendo que sea quien es: ella misma.
Mención aparte para Peggy, por cierto, quien justo después de la reunión con McCann y su pelea con Joan decide salir con Stevie, el hermanastro cuñado de Johnny, posiblemente porque quería demostrarse a sí misma que también podría ser otro tipo de mujer. ¿Llegará lejos esta relación o Peggy volverá a escudarse en su carrera?
Sea como fuere, gran episodio de Mad Men que promete grandes cambios para las próximas semanas. ¿Qué os ha parecido a los demás?
Muy buena la review, coincido en muchos puntos. Excelente capítulo que va pavimentando los argumentos que darán el cierre definitivo a Mad Men, de nuevo ronda la gran pregunta existencial de la serie: ¿Que es lo que hace falta para que seamos felices? Los personajes lo tienen todo pero como dice la canción: Is that all there is?
ResponderEliminarOigan, qué bien review. Coincido en mucho con sus comentarios. Me encanta su página y los seguiré leyendo en esta despedida de Mad Men.
ResponderEliminar¡Son tan ambiciosos que son incapaces de valorar lo que tienen!
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Arantxa ;)
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