La semana pasada se publicaba un artículo bastante incendiario sobre la toxicidad de las fandoms (esas grandes bases de fans de cualquier serie, grupo de música, libro o franquicia de la pop culture). En él se planteaba hasta qué punto las redes sociales (especialmente Twitter, Tumblr o Reddit) han propiciado que el fenómeno fan se haya vuelto influyente y perjudicial sobre el proceso creativo de los artistas.
Con hashtags convertidos en trending topics durante horas, amenazas de muerte en el peor de los casos, o simplemente comentarios de tono muy desagradable en el mejor de ellos, los fans tienen más oportunidades que nunca para expresar sus opiniones y dirigirlas al buzón que les corresponde, ya sea el actor, productor o escritor de turno.
Y la visibilidad que otorgan estos medios han hecho que sus opiniones no caigan en saco roto. Cada temporada, las campañas de los fans, o la falta de ellas, hacen que los estudios cancelen o salven series, que otras cadenas rescaten las series canceladas (véase Community en su momento, o recientemente Nashville y Supergirl) e incluso que se hagan reboots de series que llevan años fuera de antena (Padres Forzosos el año pasado, próximamente Las chicas Gilmore, y esperemos que en un futuro Veronica Mars).
No me malinterpretéis, las series necesitan sus fans, necesitan sus espectadores. No hay nada más maravilloso que la pasión que nos despierta una serie que hemos disfrutado y que hacemos nuestra. Es precisamente esa pasión la que nos lleva a conocer tan bien a esos personajes que inevitablemente nos damos cuenta de cuándo los escritores están traicionando sus caracteres. Lo mismo ocurre con las adaptaciones de libros y cómics, donde además rivalizamos en conocimiento y apego por el material con los que lo adaptan; de ahí, por ejemplo, las quejas por las últimas temporadas de Arrow.
Pero una cosa son las críticas y las quejas (necesarísimas por cierto) y otra el sentimiento de propiedad y derecho que se despierta en los fans tras su inversión de tiempo y dinero en una serie, ya sea para financiar una campaña de Kickstarter (lo que explica la descafeinada, aunque muy disfrutable, película de Veronica Mars, hecha por y para los fans), o para mantener algo en cadena.
Hace unas semanas, os hablábamos del caso de The 100 y toda la controversia en torno a la muerte de un personaje LGBT, Lexa. Dejando a un lado el interesante debate que abrió en torno a la muerte indiscriminada de personajes de este colectivo en televisión, los fans alzaron el puño contra los escritores y el creador de la serie, cabreados porque se les había “prometido” que el personaje no moriría y, en parte, porque se rompía una pareja muy querida (la formada por Clarke y Lexa).
Y, aunque en seguida descubrimos que la muerte de Lexa era necesaria desde un punto de vista narrativo para hacer avanzar la temporada, el mal ya estaba hecho y la audiencia boicoteada. No sabemos aún si estas quejas y campañas influirán sobre la escritura de la cuarta temporada, pero lo que está claro es que han perdido el apoyo de un gran número de fans y querrán hacer algo por recuperarlo.
Glee y su última temporada se llevan la palma como ejemplo más claro de cómo las quejas de los fans pueden llegar a influir en el desarrollo narrativo de una serie para mal. Porque si bien los escritores y productores se encontraban totalmente perdidos y cansados de su propia serie (terrible, por cierto), no se les ocurrió otra cosa que intentar contentar a los fans de la manera más obvia y, si me apuráis, dañina: dándoles todos los finales felices posibles a las parejas más “shippeadas” o apoyadas, culminados en ese gran sinsentido de doble boda gay de Santana y Brittany y Blaine y Kurt.
No sin antes reírse un poco de los fans, claro está. Porque ese capítulo en el que Sue decide convertirse en la mayor fan de Klaine, y llega al tiranismo absoluto de encerrarlos en un ascensor para forzar una reconciliación absurda entre los dos, ha sido interpretado por muchos como un guiño cruel al comportamiento de los gleeks obsesionados con sus ships (parejas).
Sinceramente, soy de las que defienden que, para ver cumplidos todos nuestros deseos y esperanzas, está el fanart, con sus muy prolíficos fanfictions. Está claro que el proceso retroalimentativo entre los fans y los estudios es ahora mayor que nunca, y que escuchan nuestros deseos, pero, ¿dónde queda entonces la autonomía del artista? Lo cierto es que los fandoms se han vuelto, hasta cierto punto, un tanto tiranos, llegando a tal grado de apropiación de las series que sus opiniones se vuelven casi exigencias autoritarias.
Ninguna creación artística debería estar al servicio total de los fans. La famosa canción de los Rolling “You can't always get what you want” debería ser una máxima que aplicar, especialmente, a las series de drama. No sólo un final feliz es poco realista, sino que además, al satisfacer las demandas de emparejamientos que ansían los fans, se promueve la dañina idea de que la consumación del amor romántico sea más importante que el desarrollo narrativo de un determinado personaje. Pareciera que no nos importa él o ella, sino con quién acabe. Hay quien ha apuntado que las amalgamas de nombres de parejas a las que tan acostumbrados estamos (Klaine o Faberry en Glee, Delena en Crónicas Vampíricas), es la muestra más clara de esa especie de alabanza a la pérdida de la individualidad en la pareja que finalmente están promoviendo.
Pero tal vez subyazca, también, un gran conflicto de intereses. La televisión puede permitirse un mayor grado de transgresión y representación que el cine, y por ello muchos espectadores se lo exigen. Lo curioso es que ese deseo de representación ha sido interpretado también como una agenda oculta de Hollywood de hacer todo feminista y LGBT por parte de los fans más reaccionarios. Las últimas riñas se las han llevado la nueva película de Cazafantasmas, con su reparto femenino, o la campaña para que Frozen nos presente en Elsa a la primera princesa Disney lesbiana, cuando Disney ya había cometido la acertada transgresión de representar a la primera reina soltera.
Me pregunto qué ganará la partida. Si los fans, o las ideas originales de los artistas. En cualquier caso, lo que algunos ven como agenda es sólo el hecho de que los estudios se han percatado de un cambio: la llamada edad dorada de la televisión ha producido espectadores exigentes y críticos, capaces de percatarse de los fallos narrativos y ávidos de mayor representación sexual, racial, étnica e ideológica.
Todo ello cambia y evoluciona la forma en la que vemos televisión: no sólo levanta necesarios debates sobre representación social, sino que está cambiando la interacción entre el artista, su producto y los fans.
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