Lo prometido es deuda. El segundo episodio de Sherlock nos ha traído toda la oscuridad, intriga, sorpresa y sensación de amenaza real que nos faltó en el inicio de temporada. Y no, seguimos sin tener noticias de Moriarty, pero después de un episodio como éste, francamente, ¿a quién le importa?
The Lying Detective nos ha regalado ración doble de villanos, ambos tan maravillosamente espeluznantes que resulta dificilísimo decantarse por uno u otro. Primero conocemos a Culverton Smith (brillantemente interpretado por Toby Jones), una celebridad cuya fachada de poder, fama y dinero disfrazan a la perfección una psicopatía de lo más abrumadora. Un asesino en serie cuyos paralelos con otros psicópatas nada ficticios nos estremecen hasta la médula. Culverton es el malo que Sherlock necesita para recuperar a John, y su hospital es el infierno al que Mary tan desesperadamente le pedía que fuera al final del episodio anterior.
Así y todo, es Eurus quien se roba toda la gloria final y se corona como la nueva mala malísima de Sherlock en ese asombroso cliffhanger tan descabellado. No lo habíamos visto venir, pero el hermanísimo de los Holmes que tanto ansiábamos conocer ha resultado ser una hermana. Lo cual despierta toda serie de dudas sobre cuál sea la verdadera identidad de Sherrinford. ¿Se tratará de una institución de la que ha escapado Eurus? ¿O será tal vez un cuarto hermano? Como el propio Sherlock nos cuenta en su momento más elocuente, “debe de haber algo muy reconfortante en el número tres, pues todo el mundo deja de contar al llegar a él.” Sólo falta que alguno de estos sea un mellizo/gemelo de Sherlock, y la serie ya nos habrá dejado boquiabiertos del todo. "Nunca son gemelos", no, pero en este caso, ¿quién dice que no pudieran serlo?
Lo que resulta un pelín más difícil de asimilar es que Eurus haya logrado pasar desapercibida tanto tiempo bajo nuestras narices: E., la nueva terapeuta de John y Paige Smith son los muchos rostros que la nueva integrante de los Holmes nos ha mostrado en estos episodios, a cual más inquietante. Que a nosotros nos la cuelen, tiene un pase. Pero, ¿que pase una velada entera con Sherlock y éste no reconozca a su propia hermana? Eso no hace más que insinuarnos que desconozcamos una gran tragedia de la vida de los Holmes. Mi dinero está en Redbeard, el perro de la infancia de Sherlock con el que no para de fantasear últimamente. ¿Quién dice que no sea un mecanismo del propio Sherlock para ocultar algún trauma de la infancia?
La clase magistral de actuación que nos ha regalado Martin Freeman y los momentos tan wtf de la señora Hudson hacen que tanto ella como Watson merezcan una mención especial esta semana. Y es que ya iba siendo hora de que Watson se enterara de que ella no es su criada, sino una interesantísima señora que les hace el favor de honrarles con su presencia y cariño.
Pero es Sherlock una vez más, Sherlock y mil veces Sherlock (y Benedict Cumberbatch) quien nos ha mantenido al borde del asiento en todo momento. En un episodio fuertemente marcado por la drogadicción de nuestro protagonista, éste no sólo ha estado más en forma que nunca, sino que la intensidad de su malestar nos ha tenido mareadísimos desde el primer momento. Claro que esos truquillos visuales a los que tanta punta les están sacando esta temporada también ayudan.
Ahora sí, todo está servidísimo para un final de temporada que (esperamos) nos libre de la sensación de finalidad tan inminente que nos ha dejado este episodio, y resuelva, de paso, unas cuantas dudas: ¿ha tenido ayuda Eurus de Moriarty, o tan sólo ha robado su famoso eslogan para jugar con Sherlock? ¿Por qué ésta se ha tomado tantas molestias en engañar a John si, en principio, no odia a Sherlock? ¿Por qué no nos enseñan los mensajes de Sherlock con Irene? ¡¿Y por qué nadie llama reptil a Mycroft más a menudo?! La señora Hudson es tan necesaria, y el shock que nos ha dejado este episodio tan grande, que un sólo episodio más no es suficiente. Ni por asomo.
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