Desde el primer episodio, Riverdale ha sido un pastiche de influencias confeso. La propia CW se había esforzado en venderla como un cruce entre Gossip Girl y Twin Peaks, y lo cierto es que no eran promesas vacías porque el episodio piloto sí que recordaba a ambas ficciones: Veronica, que probablemente es el mejor personaje de la serie, recuerda bastante a Blair Waldorf; mientras que el halo de misterio que lo envuelve todo basta para justificar, aunque sea mínimamente, las comparaciones con la serie de David Lynch (aunque realmente recuerde a cosas más rebajadas, como Bates Motel).
Riverdale tiene muy claro qué tipo de serie adolescente quiere ser: todas en una. Tenemos, por un lado, ese esfuerzo por abandonar clichés de la década pasada. Se muestran con absoluta naturalidad temas como la homosexualidad (sin que el único conflicto de los personajes gays sea el hecho de serlo), se huye del ofensivo y manido tópico de la rivalidad femenina y se trata el triángulo amoroso que planteaba en el primer capítulo desde otra óptica. Por otro lado, los guionistas no tienen miedo a la hora de abordar cuestiones sociales como el sexismo o el acoso escolar.
Todo esto, por supuesto, sin renunciar a las revelaciones semanales que todo thriller que se precie necesita y a los giros de guion del culebrón que, en esencia, es. Porque su principal objetivo es ser entretenida y, cada semana, lo consigue. Por eso no nos importa que el conflicto de su protagonista ya lo hayamos visto tal cual en High School Musical y que K. J. Apa tenga más o menos el mismo carisma que Zac Efron; y tampoco que las referencias a la cultura pop que pueblan sus diálogos sean tan poco creíbles como las de Dawon’s Creek en su día (y tengan mucho menos encanto).
Pero, por suerte o por desgracia, conforme Riverdale destapa sus cartas recuerda más y más a Glee, otra serie de adolescentes que ha marcado la última década y en la que trabajó su showrunner, Roberto Aguirre-Sacasa. No porque, a la mínima, Archie o las Pussycats estén subidos a un escenario, sino por los continuos cambios de humor de sus protagonistas. Aunque todavía no hemos llegado a la bipolaridad de los alumnos del McKinley, la relación entre dos personajes puede cambiar radicalmente de un episodio a otro siempre que venga bien para la trama, una dinámica que cuesta sostener durante mucho tiempo.
Esta ciclotimia, a la larga, impide que conectemos con sus personajes y hace que parezca, simplemente, una serie muy vacía, a lo que no ayuda el hecho de que Riverdale, además, tenga que trabajar más su sentido del humor. Es normal que series como Friday Night Lights o la recién estrenada 13 Reasons Why tengan un tono serie, pero Riverdale, con sus personajes arquetípicos, no puede tomarse tan en serio a sí misma todo el tiempo. Un tono más cercano al de cosas como Search Party o Sweet/Vicious (que también trataban temáticas bastante turbias), o simplemente la autoconsciencia de la propia Glee, le vendrían de perlas.
Riverdale tiene varias virtudes, entre ellas los personajes de Betty y Veronica, su estética y su misterio, que provoca genuina curiosidad. Tiene, además, la ventaja de ser una de las pocas series de instituto puras que se emiten ahora mismo (sin vampiros, hombres lobo, ni vueltas de tuerca sobrenaturales), por lo que los fans del género nos estamos aferrando a las propias expectativas que habíamos puesto en ella. Pero no pueden vivir de cuatro elementos inspirados eternamente.
Ya está renovada por una segunda temporada y, si quieren que los espectadores sigamos allí, necesita encontrar una identidad propia en lugar de seguir mezclando historias y elementos que conocemos de memoria. No puede pretender ser rompedora y tratar el embarazo adolescente de forma tan manida, o desaprovechar la oportunidad de mantener la asexualidad de Jughead en los cómics originales. Sus creadores conocen bien el género, pero las comparaciones son odiosas. Riverdale parece querer ser "la nueva X" en cada escena, y falla estrepitosamente a la hora de fabricar su auténtica personalidad.
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