I hate to admit this, but I don’t understand this situation at all.
El mismo David Lynch esperaba al final del cuarto episodio para extender un mínimo de empatía al masoquista espectador que llevaba la noche entera pensando de qué clase de cabeza puede salir un guión tan retorcido como su puesta en escena. Estés más o menos entrenado en las curiosas artes cinemáticas del Sr. Lynch, lo que está claro es que no ha habido una singular secuencia en este pistoletazo de salida que no hayamos podido disfrutar. Aunque estuviéramos tan confusos que nos hiriésemos a nosotros mismos.
Moviéndose en la fina línea de la maestría visual y la pretensión cargante, Lynch se hace dueño y señor de la carta blanca que le otorga haber pasado de escribir una serie en los 90 para una cadena generalista a readaptar la historia a un canal del cable premium que no ha conocido censura ni hace 25 años ni hoy. Las libertades creativas han resultado ser esteroides para las tendencias oníricas del director y auténtica ayahuasca para el resto de comunes mortales. No tenemos muy claro lo que estamos viendo, pero el simple hecho de presentarnos con el reto de intentar descifrar (haciendo hincapié en “intentar”) los planos cósmicos en los que se mueve Dale Cooper son más que suficientes para satisfacer al individuo nostálgico o al más intrépido aventurero.
Para ambos está hecho este revival.
Las cargas emocionales son más que evidentes. Sin desmerecer los guiños más reducidos para el auténtico fan —damn fine cup of coffee—, la apuesta clave de la tercera temporada es volver a explorar los grandes misterios que la televisión no ha podido reproducir hasta hoy. La mitología de Twin Peaks, siempre con epicentro en ese Black Lodge y sus hipnóticas deformaciones sensoriales, articula este proyecto de narrativa difusa pero personal. El paseo por la evolución tras cuarto de siglo por las caras más o menos reconocibles es tan emotivo como era de esperar, pero el adentrarse en las profundidades de la dinámica sobrenatural tras haber perdonado la última mitad de la segunda temporada representa el aliciente mayor para necesitar con urgencia los 14 episodios restantes.
Y aquí es donde entra uno de los aspectos más llamativos, especialmente de las dos primeras partes de The Return. La audiencia que no ha visto los otros 30 episodios no deberían recibir una presumible patada en el pecho. La incógnita de la caja, la sombra homicida, las mecánicas de la posesión, los doppelgängers y su deterioro mental… Hay suficientes elementos que quedaron tan desconocidos en 1991 que permiten la incorporación de nuevos espectadores desde una posición de aficionado a la fantasía y el terror.
Twin Peaks, como el eterno ejemplo del cliché de “serie adelantada a su tiempo”, podría haberse reseteado en forma de repudiado reboot en cualquier momento de la Edad de Oro o de la Peak TV, pero el ejercicio de actualización o, mejor dicho, de preservación de su atmósfera es lo que debería llevarse el grueso de halagos. Es el Twin Peaks de siempre, sin perder un ápice del absurdo más feroz, del sentido del humor de ceja levantada (un beso, Michael Cera) o de la esencia ya anacrónica noventera. Y sí, todo esto es Lucy Moran huyendo despavorida de un smartphone. Resucitar todo lo anterior tan intacto como hemos visto es el auténtico mérito.
Seas el que frunce el ceño con las referencias o el que protesta a la pantalla cuando aparece un novato en escena, estos cuatro primeros episodios —o partes del siempre socorrido y clasista concepto de “película de muchas horas”— desprenden un aroma a must que echan para atrás. Un evento que quiere llegar a las ligas de acontecimiento cultural y no es para menos. Televisión como máquina del tiempo.
Ya disponible en Movistar+.
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