Will y Jack con Grindr. Karen y Trump. Grace… Grace. Ésa es la principal actualización de Will & Grace tras once años fuera de antena. Más de 10 millones de espectadores se reengancharon a una de las más brillantes sitcoms de la pre-edad de oro de la televisión, una cifra que augura un futuro próspero en esta época que vivimos de revivals limitados y miniseries que llegan con las líneas de meta más portátiles de lo inicialmente fijado.
Will & Grace conocía sus virtudes. Sabía qué comedia era su fuerte y sigue explotando su fórmula al pie de la letra. Una resurrección en alta definición ya que no podemos encontrar más diferencias entre este episodio y las ocho temporadas anteriores que no sean meramente técnicas: sus infinitas referencias a la cultura popular, sus chistes internos, el chascarrillo fácil pero efectivo sobre activos, pasivos y la vagina de Debra Messing y el excentricismo incontrolable de dos de los secundarios más legendarios de la historia de la televisión. El titular es sencillo y unánime: Will & Grace es la misma de siempre porque no hacía falta cambiar un ápice.
Aquí entra en juego una de las tendencias predilectas en el universo catódico: el efecto nostalgia es los nuevos zombis. Will & Grace cumplen los requisitos básicos: ser una serie querida pero no explotada hasta la saciedad en principio, haber pasado suficientes años en barbecho como para apelar tanto a la memoria de la audiencia veterana como a la curiosidad de las nuevas generaciones, y un concepto a prueba del paso del tiempo.
Es más, el caso de Will y su mariliendre favorita es aún más curioso. Si el piloto se hubiera emitido en 2017, hubiera tenido exactamente el mismo éxito que en 1998, incluso sin el perdón sobre las risas enlatadas que les otorga ahora ser viejos conocidos. Will & Grace, desde una perspectiva de representatividad, fue —y cómo disfrutamos esta etiqueta— una adelantada a su tiempo que esta temporada se luce en la época a la que quizás pertenecía en primera instancia. Hoy la incorrección política goza de más manga ancha, Jack puede hacer y deshacerse la bragueta con más alegría que nunca y, honestamente, esperamos que en esta segunda oportunidad Will viva una igualdad sentimental a la altura de la de su co-protagonista. Sin censura ni remilgos.
Muchas veces, por el simple hecho de haber sido una sitcom más enterrada en el olvido, se nos pasa que estamos ante una de las series de referencia en cuestión de aperturismo televisivo. Will y Jack fueron los dos primeros hombres en juntar labios (porque, siendo realistas, de beso en condiciones la cosa tuvo poco) en el primetime americano. Un homenaje a sí mismos en forma de vuelta a las andadas es lo menos que NBC le debía a la historia de la televisión.
Pese a que somos unos enamorados irremediables de esta adorable panda de semi-adultos escasamente funcionales, tenemos que hacer sonar la alarma con ciertas cartas que se han jugado demasiadas veces en esta primera media hora. Llegan un poco tarde al circo de Trump. ¿Sigue siendo actualidad? Innegablemente. ¿Darle hostias sin ningún tipo de disimulo o sutileza está ya muy visto? También.
La química sigue intacta. El espíritu nos reconfirma que, como decíamos antes, más que adelantada a su tiempo, Will & Grace es inmortal. El cuarteto reunido de nuevo por 16 episodios es un auténtico lujo que nadie se debe perder. Hay dos opciones de obligado cumplimiento si pretendes ser un seriéfago respetable: o te vuelves a subir al carro o empiezas por los 4:3 de hace 20 años. Este comeback es imprescindible.
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