Un día más en las trincheras de la medicina vanguardista. Después de los viajes exprés a hacer el ridículo en ultramar, los exorcismos y los tonteos a pie de cama, la Anatomía sigue en su línea de temporada apta para hipertensos y le dedica un episodio al sector octogenario. Para que Richard Webber tenga un conato de lucimiento, rescatan a su espónsor de de Alcohólicos Anónimos directamente desde la segunda temporada y de la cual nunca más se volvió a hablar y mucho menos aparecer. Segunda temporada. Episodio 21 para más datos. Emitido en marzo de 2006. Yo estaba preparándome seguramente un examen de conocimiento del medio de sexto de primaria, ¿y vosotros?
Interesante, lo que se dice interesante, no ha sido la trama. O el episodio en sí. ¿Pinceladas a destacar? Por el lado de la vieja guardia no tenemos ninguna, pero el sustillo del cáncer para Arizona Robbins se deja sufrir. Ya conocemos la lista de nominaciones para salir del set de cara a la temporada 15. Y más todavía las tendencias homicidas de CaShonda respecto a personajes que todos amamos. Lo extraño es que no se haya hecho ella misma una mastectomía con las ruedas de los patines ahí mismo.
El departamento de I+D se lleva la palma del episodio. Entre Meredith bautizando a los ratones según número de Grammys y el Team Shepherda repitiendo la misma frase sobre lo cutting-edge que es lo de los láseres, el bostezo ha sido serio. ¿Cuál es la gracia de que a un hámster ya no le haga falta un polímero escasamente madrileño sólo porque hayan pasado dos escenas fuera de plano? ¿Y por qué no estallan las cabezas de los niños en plan Mars Attacks y nos dan algo de entretenimiento? Qué falta de visión.
Ya nos hemos acostumbrado a que cada temporada haya un paciente o dos elegidos por Dios para dar por saco durante varios episodios, que la profesionalidad se vaya aún más por la ventana respecto a ellos y que Alex acabe dando cuatro hostias con la excusa de que es Alex. La niña de los musicales perdió el interés cuando terminó de cantar Maybe This Time la primera vez. Glee terminó hace ya y, si algo debe aprender Grey de ella, es que en ocasiones es mejor dejar las cosas morir.
Moribunda está ya April. Tal y como se veía venir, la enajenación mental atea fue transitoria y ya estamos de nuevo en la capilla, con la mantilla y la peineta puestas como Cospedal el jueves de Corpus y en modo Madre Teresa. Disculpas enviadas, casa recogida, antibióticos tomados porque seguramente algo le pegarían por ahí y, sorpresa, cero consecuencias a largo plazo. Fin de la disociación de la personalidad.
Y diréis, ¿y lo de Jackson y Maggie? Sí, ese cliffhanger de chicha y nabo que han intentado plantear como gran drama explosivo para la semana que viene. Como si Jackson no le explicase en dos segundos a Maggie que no pasó nada en el armario de las escobas con April y le dijese una chuminada moñas para que se le vuelvan a caer las bragas a los tobillos. O enseñarle los abdominales, que hace ya tiempo que no lo hace y narrativamente es una táctica más descansada que los cebos falsos y los amoríos secundones de entretiempo. Y sí, esto es aplicable también a DeLuca y la otra, que aún hay gente esperando que a alguien le importe.
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