La voz fría e inquebrantable de June susurra una plegaria tan solo empezar la nueva temporada de The Handmaid's Tale. Le pide a Dios que cuide de la hija por la que sacrificó su huida, le recuerda que tiene sus razones, que se encuentra en el "valle de la muerte", y que aún tiene trabajo que hacer. Sin embargo, más que a Dios, la protagonista se justifica ante el espectador, nos cuenta sus miedos, sus dudas, y pide perdón. Tal vez hasta ella es consciente del dudoso propósito de esta nueva entrega.
Y es que el mayor problema que tenemos con la tercera temporada, incluso antes de empezar a verla, es eso, su propósito. Además de los claros objetivos monetarios, la historia de la criada decidió alargarse, y nos temíamos lo peor. Después de ver los tres primeros capítulos, seguimos temiendo pero, como June, nos aferramos a aquello llamado esperanza, disfrutamos de un cóctel visual apasionante y elegante y nos dejamos llevar por esa atmósfera gélida y oscura y esos inteligentes toques de luz que aluden a la promesa de que hay lugar para el optimismo.
Es indudable que The Handmaid's Tale sigue superándose a ella misma visualmente. El uso del color que contrasta y ordena jerárquicamente a los personajes, los planos que empequeñecen a June y nos acercan a ella cuando es necesario, la opacidad de Gilead y la luminosidad de las afueras, así como las referencias a la cultura pop actual, nos recuerdan una vez más que la serie refleja una sociedad muy próxima a la nuestra. El simbolismo de la serie es uno de sus puntos más fuertes, junto con la fuerza que transmite Elisabeth Moss sin necesidad de palabras. Eso y la promesa de un algo que nunca parece llegar es lo que nos hace seguir adelante.
Ya no hay antagonistas personificados. Ni el comandante ni Serena ni la tía Lydia son el mayor problema de la protagonista, es el sistema. Pero ni un cambio de escenario ni los constantes intentos de sacar al espectador de Gilead para evitar que se sienta atrapado consiguen que pasemos por alto un ritmo notablemente más lento que en las temporadas anteriores y una trama que no sabe muy bien hacia dónde ir. Igual que June, la audiencia está atrapada en un argumento que ya conoce, que ha visto antes, pero tiene sus razones para no abandonarla.
The Handmaid's Tale nos magnetiza, nos obliga a disfrutar del horror y hace que pasemos por alto la sensación de déjà vu constante. Nos seduce e hipnotiza, y no podemos ignorar tal calidad, los pequeños detalles como un vaho en la ventana que delatan a su visitante o la banda sonora que, a propósito, chirría con la lobreguez de la serie.
La temporada tarda tres capítulos en decidirse, siendo el tercero cuando por fin parece haber un objetivo claro. Se planea una revolución que, como es propio, debe ser llevada a cabo por ellas, por las mujeres, porque "tal vez somos más fuertes de lo que pensamos que somos". Finalmente, en una de las secuencias más poderosas de la serie, June rompe la cuarta pared y se dirige más directamente que nunca al espectador, y sobre todo a la espectadora. Nos promete convertirnos en pesadillas, y nos pide esperar.
Algo está por venir, y ojalá esta vez sea verdad, porque se nos acaba la paciencia.
Algo está por venir, y ojalá esta vez sea verdad, porque se nos acaba la paciencia.
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