Netflix parece haber encontrado en las miniseries una nueva fuente de éxitos de lo más insospechados. Nadie se hubiera aventurado a pensar que la nueva apuesta de Scott Frank para el servicio de streaming se iba a convertir en un éxito entre la crítica y el público. Tras un estreno de lo más modesto, la publicidad entorno a la serie se podría describir como prácticamente nula, la miniserie logró hacerse un hueco en los salones de medio mundo en pequeña parte gracias a las maravillosas críticas que surgieron en torno a ella y en gran parte gracias al tirón de Anya Taylor-Joy, protagonista casi absoluta de una historia mucho menos coral de lo que en un principio pudiera parecer.
Tras un primer episodio que funciona a modo de introducción para la historia, donde una magnífica Isla Johnston es la encargada de introducirnos al personaje de Beth Harmon, la serie despega como un auténtico cohete, logrando recorrer en sus siete episodios la trayectoria de una niña prodigio del ajedrez que deberá hacer frente a las adicciones desde su más temprana edad. La trama coquetea en todo momento con esa dualidad entre la adicción de nuestra protagonista a un juego tan cerebral como es el ajedrez y su continuo consumo de todo tipo de sustancias que la permitan evadirse de la triste realidad que parece acompañarla durante todos los momentos de su vida.
Tras un primer episodio que funciona a modo de introducción para la historia, donde una magnífica Isla Johnston es la encargada de introducirnos al personaje de Beth Harmon, la serie despega como un auténtico cohete, logrando recorrer en sus siete episodios la trayectoria de una niña prodigio del ajedrez que deberá hacer frente a las adicciones desde su más temprana edad. La trama coquetea en todo momento con esa dualidad entre la adicción de nuestra protagonista a un juego tan cerebral como es el ajedrez y su continuo consumo de todo tipo de sustancias que la permitan evadirse de la triste realidad que parece acompañarla durante todos los momentos de su vida.
Su paso por el orfanato pone el primer ladrillo en una historia que va de menos a más, tanto a nivel visual como en cuanto a sus ambiciones. La sobriedad de sus primeros episodios da paso en el tramo final de la temporada a todo tipo de pericias visuales que Scott (encargado de dirigir todos los episodios) emplea como mecanismo para transmitir con asombrosa simpleza un deporte tan complejo como es el ajedrez. El espectador en ningún momento se verá confundido por las vicisitudes que esconde el hermético mundo del ajedrez, es más, la serie logra crear un extraño vínculo afectivo entre el espectador y este juego, haciendo que uno quiera aprender más sobre él cuando los créditos aparecen en pantalla.
Anya Taylor-Joy es la encargada de añadirle a la serie ese punto de picante que hace que el espectador ansíe conocer más sobre el personaje que monopoliza la mayor parte del metraje. Desde la fragilidad de su personaje en sus primeros episodios hasta el descaro y sensualidad que transmite en su etapa adulta, la actriz de origen argentino-británico logra dotar a su personaje una personalidad única que encandila al espectador hasta el punto de lograr que este caiga rendido a sus pies. Gran parte del éxito reside también en una galería de secundarios de lo más dispares. Una magnifica Marielle Heller nos pone en la piel de una atípica madre, que en ocasiones funciona más como amiga y confidente que como referente maternal, mientras que un sorprendente Thomas Brodie-Sangster saca su lado más sarcástico para dar vida a un arrollador Benny Watts, que consigue convencernos de su maestría social pese a la frágil apariencia del joven actor.
Visualmente, donde más se crece la serie es los momentos en los que el ajedrez entra en juego, desde las espectaculares partidas imaginarias de los primeros episodios, hasta los grandes enfrentamientos durante los torneos, sin hacernos olvidar las secuencias de entrenamiento donde Scott logra imprimir un endiablado ritmo a un deporte caracterizado por su discurrir pausado. El espectador asiste sentado al borde de su asiento a duelos mentales que bien podrían compararse en emoción a los segundos finales de un buen partido de baloncesto o la prórroga de un emocionante partido de futbol. Y es que una de las grandes virtudes de la serie, más allá de sus aspectos narrativos y estéticos, es convertir el ajedrez en un deporte atractivo que uno desea jugar de forma compulsiva.
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