Orange is the New Black, prisión para principiantes

Una desastrosa experiencia es una potencial anécdota suculenta. Esta filosofía de vida está incluida en esta serie, donde la protagonista recuerda un bochornoso incidente digestivo que sufrió en uno de sus viajes ("el pueblo entero vino a verte cagar", cita su compañera), y es la misma filosofía de vida que Piper Kerman, autora de la autobiografía Orange is the new black: My year in a woman's prison, aplica a su vida. La fórmula no le ha ido nada mal: combo de libro más adaptación televisiva (que renovó por segunda temporada antes incluso de su estreno). Contenta ella y contenta Netflix, que confirma por fin su puesto en el podio de la televisión gracias a un increíble 2013 de producción propia. 

Antes de confundir al personal: no he visto Weeds más allá de los tres episodios que necesité para despreciar al personaje de Mary-Louise Parker, así que desconozco las similitudes/diferencias que Jenji Kohan divisa en su nueva serie. Sí he visto, en cambio, American Pie, así que ver juntos (aunque no revueltos, sus personajes ni siquiera se conocen entre ellos) a Jason Biggs y Natasha Lyonn interpretando de nuevo los mismos papeles que los hicieron famosos en los noventa (él, de calzonazos, ella, de bollera), me llenó de alegría. No tanto el ver a Laura Prepon (That 70s Show), esa mujer cuya voz proviene del mismo lugar del que procede su habilidad para actuar: del mismísimo averno. 

Centrándonos en la sinopsis, Piper Chapman (Taylor Schilling) debe cumplir condena en una prisión federal del estado de Nueva York por transportar dinero procedente del negocio de la droga para el que su novia trabaja. Esta irresponsabilidad cometida por Chapman en sus alocados años post-universitarios pasa factura una década después, justo antes de que su vida empiece a cobrar sentido gracias a una pareja estable (Jason Biggs) y un potencial negocio junto a su mejor amiga. La inestabilidad se acentúa aún más cuando descubre que su ex-novia Alex (Laura Prepon), y motivo por el que cumple condena, también paga el precio de sus actividades ilegales en la misma cárcel. 

Justo antes de ingresar en prisión, Chapman le confiesa a su prometido que no quiere que su año en prisión sea en balde. Desde luego, no lo es. Entre rejas descubre que el curso de vida típico de la mayoría de seres humanos puede que no sea para ella. Al fin y al cabo, el implicarse en el contrabando de heroína a nivel mundial denota una cierta pasión por el riesgo más allá de la normal que uno puede experimentar en su juventud. El reencuentro con Alex, de actitud dominante y atrevida, totalmente opuesta al dubitativo, miedoso y conformista de su prometido, aviva sentimientos en ella reprimidos por muchos años. Y sobretodo, afronta el hecho de que ni su genética ni su educación la distinguen del resto de sus compañeras de condena. Las malas decisiones, muchas veces cultivadas por una invisible pero existente sociedad de castas aún muy instaurada en el ficticio sueño americano, es lo que más abunda bajo los barrotes.

Cada uno de los flashbacks, centrado en diferentes convictas, nos demuestra cruelmente como en prisión hay lugar para todos y cada uno de nosotros, por muy increíble que nos parezca. El drama de las familias separadas (las conversaciones entre Schilling y Biggs, en las que cada uno describe su propio mundo, demuestra una vez más que eso de las relaciones a distancia no hay quien se lo crea), el pobre papel de la prisión a la hora de reformar ciudadanos o la relación entre trabajadores y prisioneras se presenta siempre bajo una cortina humorística que reúne todos los topicazos habidos y por haber sobre las cárceles, con ciertos diálogos dignos de premio Pulitzer. Que los estereotipos llegan a serlo por algo. 

Tras trece episodios, compro todo. Menos la cabecera. Horrible (y larga) cabecera. Aunque más horrible se presenta el futuro de Piper Chapman en la segunda temporada. Más lágrimas para ella, más sonrisas para Netflix.