Estimado señor White:
Le escribo estas líneas con cierta nostalgia pero también con un gran sentimiento de alegría y esperanza, a sabiendas de que usted estará en unas horas en un lugar mejor: en el recuerdo de millones de espectadores que le habrán dado su último adiós, así como le habrán reservado un lugar especial en su memoria. Supongo que sabrá que esta no es una despedida ni corriente ni habitual, sino que más bien se trata de un acontecimiento que para muchos significará un antes y un después en algún aspecto de sus vidas, o incluso en todos ellos.
Eso es irse por la puerta grande.
Sé muy bien que después de tantos años de conocernos no debería tratarle de usted, pues al fin y al cabo cierta química se ha desarrollado entre nosotros, pero sin duda sigue habiendo una barrera entre ambos construida sobre un gran respeto (e incluso terror, debo añadir) y me temo (y temo mucho) que, a pesar de haber sido testigo tanto de sus momentos álgidos como de aquéllos más lamentables, no sería capaz de considerarlo un igual, sino más bien un maestro, un genio, un grande.
También debo confesarle que le odio y le quiero a partes iguales, y si esto es así es porque usted no me lo ha puesto nada fácil. No he podido evitar empatizar con usted, tanto como cuando fue un triste profesor de instituto con pocas razones para vivir, como cuando se convirtió en el señor de un imperio con muchos motivos para morir. Le he visto en sus horas bajas y me he apiadado de usted; le he observado cuando estaba hambriento de poder y ambición, y ha conseguido provocarme un sentimiento de repulsión inigualable. Aun así, después de tantos años, sigo a su lado como tantos otros. Eso significará algo, imagino.
Debo agradecerle el haberme permitido seguir sus pasos durante este tiempo. Temer por su enfermedad, ver cómo se la ocultaba a su familia y desarrollaba esa particular afición (y talento) por la mentira y el engaño. Disfrutar del modo en el que tejía sus lazos con otros: con su mujer, con su hijo, con su alumno, con su abogado, con su enemigo. Observar ese cambio tan aparente, ese descenso a los infiernos que le convirtió en un monstruo... o que al menos reveló que siempre lo fue. Ser testigo de su progresiva soledad, de su frustración y de su amargura, hasta que se dio cuenta de que sus decisiones le habían llevado por el terreno más peligroso de todos. Y que no había vuelta atrás.
También le agradeceré que me haya dejado ser partícipe de su despedida y, con suerte, testigo de su muerte. Una que merece vivir, porque todo lo que ha hecho, sea por los motivos que sea, merece pagar un precio que no se puede costear ni con miles de barriles escondidos en el desierto. No disfrutaré de su muerte, se lo prometo, pero sí el que seguiré viviendo. Porque la vida sigue, como supongo que acabará demostrando.
Pero, ante todo, quiero que sepa lo más importante: que no olvidaré su nombre, pase lo que pase. Sea Walter White, sea Heisenberg, sea Ozymandias, o sea aquel señor de Breaking Bad, jamás podría olvidarlo. No se preocupe, me sería imposible.
Gracias, señor White.
Pole
ResponderEliminarsubpole
ResponderEliminarsubsubpole
ResponderEliminarsubsubsubMástil.
ResponderEliminarDejar de polear y suplantar mi identidad shurmanos. Primer aviso.
ResponderEliminarSubnormales
ResponderEliminarA todos nos dolerá dejar a Walter, claro que si
ResponderEliminarXD
ResponderEliminarcreo que en el fondo todos somos como walter white, todos tenemos un ápice de maldad
ResponderEliminardeja de fumar marihuana
ResponderEliminarGracias por los comentarios. Muy... instructivos.
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