Tras una lenta agonía y un largo período de negación, a los fans de Hannibal no nos queda más remedio que aceptar que, al menos de momento, The Wrath of the Lamb es el final definitivo de la serie de Bryan Fuller. Y la televisión (y, sobre todo, NBC) es un lugar un poco peor.
Aunque, tras ver el final, sería injusto sumar este a la larga lista de proyectos truncados de Bryan Fuller. Puede que no sea un cierre planeado como tal, pero sí uno satisfactorio y consecuente con lo que nos han contado hasta ahora. Hannibal era la historia de una macabra e intensa relación, la del psicópata que le da nombre con Will Graham, que acaba con este último rindiéndose a la manipulación psicológica y saltando junto a su mentor por un precipicio. Todo lo demás, como nos recuerda la última escena, con Bedelia esperando eternamente a Lecter con la mesa puesta, es secundario.
El Gran Dragón Rojo se ha convertido en la última cena de Hannibal y Will, un broche de oro que difícilmente decepcionará a aquellos que veían la serie como una retorcida historia de amor y que tampoco molestará a quienes creían que estaban ante una íntima lucha entre el bien y el mal (ambos puntos de vista no están reñidos). Para estos últimos, el final es deprimente, pero no por ello menos válido.
Ni siquiera lo irregular que ha sido esta tercera temporada consigue restarle fuerza a las últimas imágenes de la serie. El final llega tras una tanda de episodios en la que han aflorado más que nunca las virtudes de Hannibal, pero también sus defectos, siendo el más grave gustarse demasiado a sí misma y que se note.
Más referencias bíblicas, literarias y filosóficas que nunca en diálogos que subrayaban constantemente cosas de los personajes que ya sabíamos y dos vajillas enteras estampadas contra el suelo para que pudiésemos ver a cámara lenta cómo se hacían añicos las tazas y copas. Una y otra vez (también nos faltan dedos en las manos para contar las veces que hemos visto a Abigail Hobbs desangrarse). A Hannibal no le ha preocupado nunca ser accesible, pero este año se olvidaba por momentos también de ser entretenida, rozando peligrosamente la autoparodia en ciertos instantes.
Bryan Fuller pedía a los directores de la serie que la rodasen no como un producto televisivo, sino como una "pretenciosa obra de arte". Verles dar pinceladas lentamente puede haber sido tedioso en ciertos momentos, pero el acabado final compensa: las rectas finales de ambas mitades de la temporada han sido puro fuego, con Hannibal entregándose a la policía para que Will siempre sepa dónde encontrarle y el Dragón Rojo sucumbiendo a su propia enfermedad mental gracias a los empujones de Lecter.
Richard Armitage ha sido un acierto de casting increíble, y ha sabido vendernos muy bien al Dragón Rojo como algo más que un simple monstruo, como un tipo frágil en lucha constante contra la maldad que habita en su interior. Esa compasión por el diablo con la que la serie ha jugado más de una vez y que ha funcionado igual de bien que el primer día, en parte gracias a su relación con la magnífica Reba.
Al fin y al cabo, Hannibal no era única solo por cómo estaba rodada, sino porque su factura visual nos ha presentado siempre la violencia como algo extremadamente bello y la carne humana como algo realmente apetecible, haciendo que nos miremos al espejo y nos preguntemos si, como sus protagonistas, no tenemos algún problema nosotros también, que lo pasamos tan bien con algo tan retorcido (por más que sea ficción).
El último proyecto de Bryan Fuller llegó tarde a la moda de los asesinos en serie, pero logró algo que ninguna de sus predecesoras se molestó en intentar: que nos preguntáramos qué es lo que dice de nosotros que este tipo de series nos gusten tanto. Puede que no volvamos al universo de Hannibal nunca más (ni siquiera dentro de siete años en forma de limited series para Showtime), pero seguro que a su creador, por muy gafe que sea, no le falta trabajo.
Por lo pronto, ya está liado con American Gods. Y ya nos morimos de ganas de verla.
COMENTARIOS