Tres tortuosos años de desarrollo, reparto de
categoría, productores todoterreno y un presupuesto que responde a la necesidad imperativa de HBO por dar un golpe en la mesa y lanzar
un drama capaz de sostener su marca antes de que cierren los Tronos. Esto es Westworld a nivel industria. A nivel
producto, llamémoslo la serie que va a
copar todas las listas de lo mejor de 2016.
La hora larga de presentación desde luego hace
justicia a la magnitud del proyecto. Un high
concept de premisa tan ambiciosa como soberbia en el resultado: el complejo de Dios. En un futuro
cercano del que poco se sabe a partir del primer episodio, una empresa ha
diseñado un parque temático que recrea
el Lejano Oeste a la perfección. Sus visitantes pagan exorbitadas cuantías
por una experiencia de realidad artificial total en la que pueden hacer y
deshacer a su antojo —el siempre aclamado exceso violento y sexual de la casa— en la pequeña aldea vaquera que no conoce ley todavía. Y
eso incluye a los robóticos nativos de Nuevo Deadwood, que están empezando a presentar síntomas de un caos inminente.
Pese a que este oxímoron de la realidad artificial
y su mecánica deja muchas explicaciones pendientes en esta primera de las diez
entregas de la temporada, la inquietud general va más allá del thriller de
aventuras de época. Estamos ante una
estructura de caja china, de historia dentro de la historia, donde
directamente varios de los personajes nos dejan claro que tenemos que prestar atención a los diferentes niveles de la narrativa.
La idea en sí es compleja, pero entre los pecados
que encontramos en el guión no está el enrevesamiento excesivo. Los personajes
y sus motivaciones están claros: quién protagoniza, quién antagoniza. Las heroínas y los villanos quedan
perfectamente dibujados dentro de Westworld mientras que el elenco de
marionetistas que gestionan el parque se mueven en la siempre agradecida moral
gris. Hombres y mujeres con intereses ocultos que sólo intuyen
conspiraciones de dimensiones estratosféricas y nos dejan deseando conocer al
verdadero monstruo que orquesta su pequeño mundo.
Intuición es definitivamente lo que prima tras The Original. Tenemos ante nosotros borrosas
líneas de las tramas venideras, tan
amplias como la rebelión de la inteligencia artificial o los mismísimos juegos
de tronos de aquellos que gobiernan su propio mundo de peligroso juguete, o
eso creen.
El personaje de Anthony Hopkins hace una muy interesante
reflexión sobre el leitmotif de Westworld escenario y, a la par, de Westworld serie: la subversión del orden en la cúspide de la evolución humana. El
hombre ha alcanzado su máximo nivel de realización. ¿Qué queda por hacer cuando
la última frontera ha sido conquistada? Todo lo que ha sido creado, por un
microscópico desliz, a punto de colapsar.
Aludíamos anteriormente a Deadwood, la espectacular intrusión en el western que HBO realizó
hace ya más de diez años y que siempre ha sido considerada el mejor retrato del
nacimiento de la gloria estadounidense. No
es casual que en Westworld se
contrapongan ese Oeste primigenio lleno de posibilidades y el incierto futuro
que sólo puede esperar a venirse abajo porque lo tiene todo conseguido.
La conclusión: el más que unánime veredicto sobre
la brillantez de la idea, de la factura técnica y de la ejecución. La fluidez del ritmo del guión prueba la
maestría de Nolan (Person of Interest) y Abrams (Lost) a la hora de hilvanar
mitologías faraónicas en las que perderse. Queda a elección del espectador
si quedarse viéndola por la fascinación que ha generado esa confluencia de
nombres y marcas garantía o por las infinitas posibilidades de los dos nuevos
universos en uno que nos plantean. Sea cual sea el motivo, éste es el nuevo must
televisivo del año.
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