Hora y media de capítulo y Once Upon a Time acaba tal y como empieza, con una batalla final muy a la altura de lo que habría sido un gran final de serie, manteniendo el espíritu de lo que una vez fue, recordando sus inicios dándonos en conclusión lo que queríamos. Ya se avisó que la batalla no sería literal, pero lejos de la flojera que desprendía cada idea de las últimas temporadas, la resolución de esta metafórica pelea decisiva es más que apta para lo que significa esta serie, pese a no culminar contra el Hada Oscura, sino contra su nieto.
Con el uso de la nostalgia y una maldición similar a la inicial, Fiona devuelve al Bosque Encantado y Oz a (casi) todos sus habitantes, mientras que mantiene en Storybrooke a Emma y Henry para ganar la batalla que enfrentará a la luz y la oscuridad. Lejos de buscar el enfrentamiento, lo que el Hada Oscura reconvertida en alcaldesa pretende es hacer que Emma deje de creer en absoluto, lo que borrará los mundos de fantasía y con ello a todos sus habitantes. En su contra jugará Henry, que en su eterno papel de hacer que su madre no pierda la fe, retorna a sus frustrantes inicios tratando de convencer a una Emma que esta vez lo tendrá más difícil que hace años tras haber visto —o creído ver— cómo su hijo casi muere por demostrarle la existencia de Blancanieves, la Reina Malvada y el resto del elenco de cuentos protagonistas y familia más o menos lejana.
Obviamente y después de que todo pinte cada vez más negro, la fe acaba por volver en el momento exacto para no acabar con los habitantes de los pocos reinos existentes, pero con la fe renovada y los recuerdos aún sin volver, será Rumplestilskin quien contra todo pronóstico acabe por redimirse definitivamente y mate a su madre, además de intentar evitar que su hijo asesine a la Salvadora. El círculo se cierra cuando tras sacrificarse, un beso de Henry despierta a su madre tal y como ocurría en la primera y magnífica temporada —al contrario, se entiende— . Tras esta última batalla, todos continúan sus felices vidas sin preocuparse de más posibles maldiciones, incluidos Bella, Rumple y el rejuvenecido bebé Gideon, que nos deleitan con una escena de baile al ritmo de La Bella y la Bestia que nos hace salivar pensando que será lo último que veamos de ellos como pareja pese a todo lo que nos han hecho sufrir con sus vaivenes.
Un final de la serie tal y como la conocemos, una redención que hasta ha sacado a relucir que el final de la Reina Malvada fue precipitado y necesitaba una vuelta de tuerca para cobrar sentido. Un maravilloso final para los que quieran olvidar la milagrosa renovación para la temporada siguiente con medio elenco fuera de plantilla y un reinicio a las puertas. Como escena final, una niña que ya hemos visto en un flashback con Tigrilla en el Bosque Encantado va a Seattle con su propio libro de cuentos a buscar a su padre: Henry Mills, que por supuesto, no la conoce. Una escena que sirve tanto de final como de principio para una serie que, con el mismo título se convertirá en otra, para bien o para mal. Siendo un inicio limpio, podría volver a enamorarnos, pero el arrastrar personajes sueltos que ya han tenido su final puede traer un lastre innecesario. La única que encontraría justificación en su continuación en solitario sería Regina, pero Garfio y Gold sin sus respectivas parejas (e hijo) no encajan, además de dar una pereza infinita a la hora de ver una nueva temporada en la que los cuentos clásicos más destacados ya han sido explotados hasta la saciedad.
¿La seguiremos viendo? Sí. ¿Es necesario? No. Asumo que con esto pasará igual que con Supernatural desde su sexta temporada, donde ver el final de la quinta es ver el final de la serie, el resto son añadidos (y ahí sigue). Para más paralelismos, su emisión cambia a los viernes. Con ese mismo espíritu afrontaremos la séptima temporada, sabiendo que la serie como tal ya ha acabado, y sorprendentemente, ha acabado bien.
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