Hemos necesitado cuatro episodios para ser capaces de emitir veredicto sobre este particular esperpento tróspido de una SyFy que está atravesando una remodelación bastante acertada. Blood Drive no es una serie para todos los públicos, eso se daba por descontado, y probablemente no para todos los paladares, pero digamos que nos ha llegado a convencer para ir más allá de sus primeras entregas, despertando un interés que la Peak TV no siempre consigue generar en el muy escéptico espectador.
Uno de los principales atractivos —aunque en verdad es un riesgo más que complicado de vender a los ejecutivos— que hemos descubierto en Blood Drive es su peculiar formato. Si de por sí no abundan las series nómadas, la descarriada novedad del verano se permite deambular por los enclaves más depravados que su departamento de escenografía pueda diseñar, hacer un par de rotos y hasta la semana que viene. Lo que a primera vista es el clásico “en este episodio no ha pasado nada”, resulta reconfigurarse en una suerte de antología del late night donde la carrera sirve como marco excusa, pero en el fondo con cada episodio se plantea una historia principal tan pasada de rosca que hasta que no termina no reparas en su carencia total de pies o cabeza. Y ahí van nuestros aplausos.
La continuidad la juegan, sorprendentemente, con una subtrama conspiratoria que se adentra en la mitología de este futuro pasado desensibilizado. Empresas con intereses ocultos, los avances tecnológicos en la sombra de una sociedad completamente asalvajada e incluso el juego metatelevisivo que el seriéfago de bien siempre agradece. Todo esto conforma una riqueza de niveles narrativos que absolutamente nadie podría esperarse en este festival del exceso y el kétchup, y por la cual hoy estamos aquí reunidos defendiendo los bienes y bondades de la nueva oveja negra del cable norteamericano.
El departamento de personajes, en cambio, deja un poco más que desear. Al frente de la serie, cómo no, un caballeresco varón blanco literalmente interpretado por un ex-modelo de Abercrombie que pretende relegar a un segundo plano a la explosiva female lead, arquetipo de la hipersexualizada mujer de armas tomar que tiene que cargar con un Ken que estorba más que aporta. ¿Salvan los secundarios? No del todo, pero digamos que tampoco habíamos venido a ver un pormenorizado retrato psicológico de los estragos del canibalismo automovilístico antes del Y2K.
Blood Drive ha conseguido abrir las puertas a un género que en televisión no se trabaja todo lo que se podría, seguir impulsando la reforma de su cadena y, lo más importante de todo, dejarnos con un regusto lo suficientemente intrigante como para no quitar el episodio tras rebuznar el “¿qué cojones estoy viendo?” más sonoro desde que Paz Padilla le cantase la saeta a Aramís Fuster. Que el sabor de boca sea bueno o malo ya lo debatís vosotros mismos con el Listerine.
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